¡Hola! Soy Raúl Estrada Zamora, periodista cubano. Busco a personas de cualquier parte del mundo que tengan alas buenas para volar en pos de la felicidad y sepan respetar y tratar a los demás de igual a igual, a las buenas, aunque piensen de manera diferente. soyraulez@gmail.com

6 de diciembre de 2009

¿Cómo y por qué dejé de fumar?


Tuve yo durante mucho tiempo la mala fama de ser quien más fumaba entre todos los periodistas de Las Tunas. Viví esclavo de ese vicio durante un cuarto de siglo, y ya en los últimos tiempos consumía habitualmente más de 30 cigarrillos por día, cifra que se incrementaba si había tragos de por medio, o si el trabajo me obligaba a permanecer despierto hasta altas horas de la noche.
Muchas fueron las ocasiones en las cuales me propuse abandonar el insano hábito, pero siempre acababa por admitir, tanto para mis adentros como públicamente, que carecía de la necesaria fuerza de voluntad para lograr el fin, y una y otra vez terminaba derrotado por mí mismo.
Verdad es que desde hace mucho tiempo en Cuba se realiza una sistemática campaña por todos los medios de comunicación masiva contra el tabaquismo, y además está prohibido fumar en centros educacionales, de salud y otros de pública concurrencia, donde el humo afecte a la gente; pero eso nunca logró persuadirme respecto a abandonar tan perniciosa práctica, pese a ser consciente de su gran nocividad.
Quizás mi tozudez se debía a la poca percepción del riesgo al cual estaba expuesto, por sentirme físicamente fuerte y sano, o tal vez a causa de que las acciones encaminadas a persuadir a los fumadores tienden mucho a inculcar miedo en cuanto a las consecuencias del tabaquismo para la salud humana, y no insisten suficientemente en aspectos como la autoestima y otros valores que para las personas suelen ser muy importantes.
Percepción de riesgo y campañas aparte, lo cierto es que yo era el máximo y casi único responsable de que mis dientes y uñas siguieran manchados por el alquitrán, mis ropas mostraran una u otra quemadura y olieran a cenicero, mi aliento fuera un insulto para ocasionales interlocutores, y mi presencia no resultara muy grata en ciertos grupos mayoritariamente integrados por no fumadores.
Súmesele a eso, que quien fume como lo hacía yo, gasta en cigarrillos la mayor parte del salario y prioriza la satisfacción de ese vicio a la de otras necesidades, incluso de primer orden.
Pero el fumador activo, o en verdad no siempre tiene plena conciencia acerca del daño que hace y se hace, o minimiza la gravedad de su proceder inventándose innumerables justificaciones y mecanismos de “autodefensa”.
Sucede que a menudo el ser humano no se da cuenta de cuán fuerte es. Un buen día, yo quise demostrarme a mí mismo que tenía suficiente voluntad para encarar cualquier problema: intenté abandonar el cigarro, lo logré, y eso reafirmó mi autoestima en todos los sentidos.
Varios de mis amigos han dejado de fumar inspirados en mi personal experiencia, que ojalá también sirva a los usuarios de este blog. Vea cómo ocurrieron las cosas.
Mi última bocanada
Era el 7 de enero de 1998 mi anterior esposa y yo disfrutábamos de vacaciones, por lo cual decidimos visitar a su familia. Comenzamos por la casa de su padre, ubicada en Vázquez, Puerto Padre, 30 kilómetros al norte de Las Tunas y unos 720 kilómetros al este de La Habana.
Llegamos al anochecer, después de un día en que el cielo se había caído a chorros sobre las peladas calles de aquel pequeño poblado, y el fango casi daba a media pierna.
Después de los consabidos besos, abrazos y apretones de manos, y los elogios porque fulano, mengano o zutana se veían más rejuvenecidos o con menos libras de peso que hacía dos meses atrás, mi ex suegro y yo nos sentamos a una mesa a degustar unas copas de ron mientras escuchábamos canciones de “La década prodigiosa”, trasmitidas por el programa Nocturno, de la Radio Cubana.
Poco a poco iba yo tornándome menos conversador y afable, hecho que advirtió Leticia, la angelical hermanastra de mi esposa. Sin confesárselo a nadie y desafiando el lodazal y algunas tardías rachas de lluvia, ya pasadas las 11:00 de la noche, Lety fue hasta el centro del poblado y me compró una cajetilla de cigarros, porque notó que los míos se habían agotado.
¡Qué pena! La joven regresó empapada y mordida por el frío, pero triunfalmente me dijo: “Ahí tienes. No quiero volver a verte preocupado.” Y me puso enfrente el paquete de cigarros. Lo peor de todo era que ni ella, ni mi suegro, ni nadie allí fumaban.
Al día siguiente nos levantamos temprano para visitar a mi ex suegra, quien vive en un caserío algo alejado de allí, al cual se accede mediante un coche ferroviario denominado Carahata y que sale a prima hora de la terminal local, en cuya cafetería, muy previsor, compré una caja de mis cigarros preferidos, pues ya apenas me quedaban cinco o seis de los 20 que Lety me había obsequiado.
Tracatracatraca… Tracatracatraca… Tracatracatraca… El viejo coche-motor partió a la hora fijada, y al cabo de un siglo de rítmico traqueteo nos dejó en el apeadero de Yeso 30, a menos de cinco minutos de la primera taza de café, pues en ese caserío residen numerosos parientes de mi ex compañera, cuya casa materna se encuentra a unos dos kilómetros de allí.
En el trayecto visitamos a unos seis o siete núcleos familiares, cada uno de los cuales nos brindó una ración de la estimulante bebida. Sépase que, casi sin excepción, cualquier fumador cubano acompaña toda taza de café con un cigarro. Y yo no era la excepción.
Fumé a pulmón lleno, y, cuando al caer la tarde, volví de nuevo a mi hogar, ya no tenía con qué satisfacer la necesidad de seguir inhalando humo. Tomé los únicos cinco pesos que nos quedaban, fui a la casa vecina, donde vendían cigarrillos a granel, y pedí ocho (cuatro pesos); pero de inmediato rectifiqué, compré solamente dos, le prometí a mi amigo el vendedor no ocuparlo jamás para ese asunto, porque ese preciso día yo dejaba de fumar.
Comuniqué a mi ex esposa la buena nueva, le pedí colar un poco de café, lo bebí con especial deleite, encendí uno de los dos cigarros, lo saboreé con singular fruición, coloqué el otro sobre la cómoda del dormitorio y prometí en alta voz olvidarlo allí para siempre.
Informé acerca de mi decisión a todos cuantos podía, tratando de obligarme así a cumplir el compromiso y no demeritarme ante mí mismo ni frente a los demás.
Por supuesto que nadie me creyó; ni siquiera Walner y William Ortega, dos hermanos muy ligados a mí, quienes lejos de apoyarme me provocaban (no por maldad sino más bien porque querían salvarme del ridículo, al considerarme incapaz de vencer tan fuerte reto).
Los Ortega se aparecían con abundantes cigarrillos y una que otra botella de ron; me echaban el humo prácticamente en la cara y me invitaban a fumar, pues, según ellos, yo lo estaba haciendo a escondidas, y así era más dañino, desde el punto de vista sicológico, fisiológico y moral.
Pienso que aún ellos no saben con suficiente certeza todo el bien que me hicieron. Su actitud me demostraba su falta de confianza en mi fuerza de voluntad y en mi capacidad para superar la prueba. Y ese adicional desafío me avivaba el amor propio y afianzaba mi seguridad en el triunfo. ¡Y triunfé!
El próximo 8 de enero hará 12 años que lancé al aire mi última bocanada de humo. ¿Soy ahora más saludable o atesoro dinero? Quizás no, pero sí, seguramente, soy mejor persona, porque ante mí y quienes me rodean, he crecido como ser humano.

Lea más:
Los daños del tabaquismo en cifras: www.esmas.com/salud/saludfamiliar/adicciones/337601.html